Las lecturas que se han quedado conmigo

  Viendo la imagen final de los libros que he seleccionado como mis mejoras lecturas, queda  bastante claro que me encanta leer vidas de otros.   Disfruté muchísimo con ese canto de amistad que es el libro de Cristina Peri Rossi a su gran amigo Cortázar. Descubrí a Alessandro D´Avenia con El arte de la fragilidad . Saberse frágiles y aceptarlo es una de las enseñanzas de la vida. Me gusta descubrir a testigos de la vida. Y un testigo ha sido Philippe Lançon con El colgajo . ¿Cómo se puede sentir gratitud después de haber sufrido un atentado? Pues se puede.  Igual de Delphine de Vigan siente un amor tan profundo hacia su madre, a pesar de la infancia que la hizo pasar. Sanmao también nos cuenta el pozo oscuro en el que cayó después de la muerte de su marido. No consiguió salir de él. Leer la vida de los demás te hace poner en perspectiva la tuya.  Leer a Ayestarán y su Jerusalén, santa y cautiva, te hace conocer una ciudad testigo de tanto sufrimiento.  Con Los silencios de la libertad

Ru, Kim Thúy

"Mi madre libró tarde sus primeros combates, sin tristeza. Trabajó por primera vez cuando tenía treinta y cuatro años como mujer de la limpieza, primero, y a continuación como obrera en fábricas, manufacturas, restaurantes. Antes, en aquella vida que perdió, era la hija mayor de su padre, prefecto. No hacía más que arbitrar en las disputas entre el chef de cocina francesa y el chef de cocina vietnamita, en el patio familiar. O, a veces, juzgaba los amores clandestinos entre sirvientas y criados. Dicho de otro modo, pasaba sus tardes peinándose, maquillándose, vistiéndose para acompañar a mi padre a veladas mundanas. Gracias a la extravagancia de la vida que llevaba, todos los sueños le estaban permiticos, sobre todo los que tenía con nosotros. Nos preparaba, a mis hermanos y a mí, para que fuéramos, a la vez, músicos, científicos, políticos, deportistas, artistas y políglotas.
Sin embargo, puesto que la sangre seguía brotando y las bombas cayendo a lo lejos, nos enseñó a arrodillarnos como los criados. Cada día, me obligaba a fregar cuatro baldosas del suelo y a limpiar veinte habas germinadas quitando, una a una, su raíz. Nos preparaba para la caída. Y tuvo mucha razón porque, muy pronto, no tuvimos ya suelo bajo nuestros pies."

"Mi madre me colocaba a menudo en situaciones de extrema vergüenza. Una vez me pidió que fuera a comprar azúcar en la tienda que se encontraba justo debajo de nuestro primer apartamento. Fui y no encontré azúcar. Mi madre me envió otra vez y cerró incluso la puerta a mis espaldas: ¡No vuelvas sin el azúcar! Había olvidado que yo era sorda y muda. Me senté en los peldaños de la tienda hasta que cerraron, hasta que el tendero me tomó de la mano y me dirigió hacia el saco de azúcar. Me había comprendido, aunque mi palabra azúcar fuera amarga.
Durante mucho tiempo, creí que a mi madre le complacía mucho empujarme constantemente hasta el borde del precipicio. Cuando tuve mis propios hijos, comprendí por fin que hubiera debido verla tras la puerta cerrada, con los ojos pegados a la mirilla; que hubierta debido oírla hablando por teléfono con el tendero, mientras yo estaba sentada, llorando, en los peldaños. Comprendí también más tarde que mi madre tenía sin duda sueños para mí, pero que me dio sobre todo herramientas que me permitieran recomenzar a arraigarme, a soñar."

"Durante nuestras primeras noches de refugiados, en Malasia, dormíamos directamente sobre la tierra roja, sin suelo. La Cruz Roja había construido campos de refugiados en los países vecinos del Vietnam para acoger a los boat people, a los que habían sobrevivido al viaje por mar. Los demás, que se habían hundido durante la travesía, carecían de nombres. Son muertos anónimos. Formamos parte de quienes tuvimos la suerte de dejarse caer en tierra firme. De modo que nos sentíamos benditos por estar entre los dos mil refugiados en aquel campo que sólo debía albergar doscientos."




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